Comentario
En 1981 concluyó el optimismo reinante en buena parte de América Latina. Se complicó la situación de la balanza de pagos en la mayoría de los países y aumentaron las dificultades para renegociar las deudas ya existentes. Ese año se redujo el crecimiento económico y la vertiginosa caída de 1982 se agravó por el estancamiento del comercio internacional, que amenazaba la expansión de las exportaciones. La situación empeoró con la bajada de los precios de los productos primarios. En México, la caída del petróleo junto con la subida de los tipos de interés fue fatal para el sistema económico. En febrero de 1982 el peso mexicano se devaluó un 60 por ciento, inaugurando una serie de devaluaciones sucesivas que causarían la fuga de capitales nacionales y extranjeros. El proceso terminó con la nacionalización de la banca privada. En agosto, el gobierno anunció una moratoria de noventa días sobre el pago del capital de su deuda externa, que luego se extendería a 1983. Junto a México, Argentina (envuelta en el conflicto de las Malvinas) y Brasil (también a punto de declarar una moratoria unilateral) tenían grandes apuros financieros y les resultaba difícil continuar pagando la deuda. La subida en las tasas de interés arrastró a los restantes países latinoamericanos y los convenció de la necesidad de renegociar la deuda.
Se iniciaba un complicado, larguísimo e inconcluso proceso negociador, en el cual jugarían un papel protagónico el FMI, el Club de París y la banca internacional. Lo que a principios de los 80 podía haber sido una recesión seria pero manejable, se convirtió en una grave crisis de desarrollo debido al colapso de los mercados financieros y a los cambios abruptos en las condiciones en las que se concedían los préstamos internacionales. El FMI iba a imponer condiciones muy duras para refinanciar la deuda externa, con el objetivo de liberalizar las economías, revalorizar el papel del mercado como asignador de recursos, en desmedro del Estado y sus subvenciones, e impulsar el comercio internacional, reduciendo el sector público y ampliando el privado.
Las recetas del FMI se centraban en la reducción del déficit fiscal, el control de los salarios reales, la limitación del crédito interno y la disminución en el endeudamiento del sector público, el aumento de la recaudación fiscal, la eliminación de los subsidios y la búsqueda de un superávit en la balanza comercial. Todo ello debía tener lugar al mismo tiempo que unos duros planes de ajuste intentaban controlar una inflación endémica. En Bolivia y Argentina hubo brotes hiperinflacionarios, que desquiciaron totalmente el tejido social y sin llegar a esos extremos, Brasil y Perú conocieron tasas de inflación francamente exorbitantes. La crisis económica, la inflación y el ajuste condujeron a algunos estallidos sociales, como el caracazo, que causó 246 muertos, ocurrido al poco tiempo de la asunción de Carlos Andrés Pérez en 1989 y la implantación de un serio plan de ajuste que eliminó subsidios al transporte y a algunos alimentos. En numerosos casos el problema inflacionario se intentó solucionar congelando los precios, pero esta receta intervencionista mostró rápidamente sus limitaciones. La inflación en la región pasó del 57,8 por ciento anual en 1975, al 84,5 en 1981, al 275 en 1985, al 500 por ciento en 1988 y a más del 1.000 por ciento en 1989. Junto con las grandes subidas de Argentina, Brasil y Perú hay que consignar el 14.000 por ciento de aumento de los precios en Nicaragua en 1988, en plena guerra contra la Contra.
La negociación de la deuda, si bien buscaba relanzar el crecimiento económico, no perdía de vista la delicada situación de la banca internacional, amenazada por una carga difícil de soportar y el hecho de que las deudas debían ser pagadas. Pese a ello, se realizaron algunos ensayos para formar un Club de Deudores o para poner de acuerdo las políticas económicas de los distintos gobiernos, pero estas estrategias, así como las de quienes se mostraban renuentes al pago de las deudas, fracasaron totalmente. A finales de 1983 quince países habían llegado a algún tipo de acuerdo con el FMI, que suponía la realización de políticas de ajuste. En 1984 sólo Colombia y Paraguay siguieron pagando normalmente los intereses de la deuda.
El presidente de México, Miguel de la Madrid, trató de negociar en mejores condiciones que sus colegas latinoamericanos y para ello intentó continuar pagando regularmente los intereses de la deuda, aunque no obtuvo beneficios a corto plazo. Esta medida se acompañó de una política de austeridad y el ajuste económico dio sus primeros frutos en 1987. Las exportaciones crecieron, especialmente por las industrias de transformación (maquiladoras) establecidas en la frontera con los Estados Unidos, ya que las empresas norteamericanas intentaban beneficiarse de los salarios más bajos existentes al otro lado de la frontera. Carlos Salinas de Gortari continuó con esa política económica. La aceptación por México del Plan Brady, con una importante reducción de la deuda externa, permitió que el tema de la deuda dejara de ser el principal quebradero de cabeza de sus gobernantes. El plan Brady, heredero del plan Baker, está dirigido a los países deudores de renta media y busca una negociación caso por caso. Costa Rica y Venezuela también llegaron a acuerdos favorables y se espera que Argentina haga lo propio en 1992.
Junto a México, otros países tuvieron éxito en sus programas de ajuste y redimensionamiento del Estado. Este último aspecto ha sido acompañado de una campaña de privatizaciones, que varió de profundidad según los casos. En Chile, después de la restauración democrática, se continuó con los lineamientos generales de la política económica del pinochetismo, aunque suavizando su coste social. Bolivia va por el mismo camino y Argentina parece que obtiene sus primeros éxitos en la lucha contra la inflación y la estabilidad y extiende las privatizaciones. Pese a la dureza de sus intervenciones y al elevado costo social, los planes de ajuste sólo tienen posibilidades de triunfo en la medida en que se aplique una política coherente durante un plazo prolongado de tiempo, ya que de otro modo sólo se estarían aplicando paños calientes. Si bien el costo social de los programas de ajuste ha sido elevado (estancamiento económico, retroceso o abandono de programas sociales en ejecución, disminución del poder adquisitivo de los trabajadores y aumento de la conflictividad social), existe un creciente consenso en las sociedades latinoamericanas sobre la inevitabilidad de su aplicación, basado en la creencia de que sólo por ese camino se relanzará la economía. De momento se observan los primeros frutos y en 1990 se invirtieron más de 9.000 millones de dólares en la región. México, Chile, Venezuela y Colombia recibieron más del 70 por ciento de esas inversiones.